Yo conmigo.

Miento si afirmo que soy como era ayer,
tampoco diría la verdad si emitiera que soy diferente.
No soy por ello una embustera,
ni mis sincronicidades me hacen pensarme etérea.

Lamento ser carne. Al final me quitaré este estúpido disfraz de humana,
mientras tanto gateo al lado de la Yo que camina junto a mí,
que si tropieza entro en cólera y me regocijo,
que cuando doy mi primer paso, me agarro fuerte de la mano.

No nos entendemos y somos las dos yo,
solo coincidimos en que nos parece extraño el mundo exterior.
Ella (yo) se jacta de su inexistente esperanza, alaba su cinismo y jalea a la Nada.
Tiene miedo de ahogarse en una charca infecta
(ha conocido a los monstruos que habitan a plena luz del día),
a mí, sin embargo; me parece un lugar fantástico donde jugar.

Soy esa que viene hacia mí,
mirándonos con ternura,
y aquella soy yo,
la que me columpio tan alto
que no puedo escucharos.

Soy una amiga que me ultrajó,
a veces confundo mi reflejo
con un enemigo,
y no dejo de ser yo.

Y esa niña que tiene miedo a crecer,
y esa anciana que espera ansiosa el advenimiento de la muerte…
En aquel que se retiró a sí mismo con su águila y su serpiente
me encuentro,
como en aquel que es analfabeto:
conozco esas soledades del alma.

Soy un muñeco
con sus hilos imaginarios enredados en las agujas de un reloj.
Soy el tendero que adorna la realidad
para llevarse el pan a la boca
y la Verdad al gaznate.
Es agria y seca y me baila en la punta de la lengua.

Image by Tristan Elwell

El ser de talco y la bestia.

Lo dejo todo en el aire y soy ambivalente
incapaz de tomar decisiones
una fiera manejada
por sus instintos más primitivos y atroces.

Tenías los cubiertos bien preparados
el de la sopa el cuchillo para la carne
el cuchillo para el pan
la cucharilla para el postre…

y llego yo y me vuelco las ollas
y como a bocados con las manos
y lo dejo todo perdido
y, como es natural, te sientes ofendido.

Tenía mucha hambre, y lo sabías.
Lo sabías porque me oías rugir las tripas
a unos seiscientos kilómetros
y te colgabas de mi estómago.

¿Por qué me invitas a tu mesa redonda?
Si nuestros paladares jamás coincidieron
si tú despreciabas
lo que yo necesitaba.

Necesitaba aire,
moléculas de aire para no ser tan difusa.
No verme reflejada en tus profundas pupilas
como un dragón de cuatro cabezas
que abre la boca y suelta lava…
desafortunadamente no nací con escamas.

A ti, ser de talco que se deja deglutir
por una bestia…:
me haces polvo las entrañas
me tiras de las pieles no muertas
me pisas los pies cuando bailamos
porque no sabes y piensas
que son de acero.

La ira en esos ojos amorosos se multiplica,
se desatan calamidades
y pienso que eres Madre Natura,
pienso que mi necedad, que mi maldad,
innatas en mi condición,
son merecederos de la (auto)flagelación
a la que he de someterme;
solo así podré salvarme de tu memoria.

Te trepare las raíces
te podare las barbas
te reiteraré metáforas:
es la parte de mi condición
que no es condicional.
Cuando me comprendas, habrás cambiado.

La lava está en tus manos,
en las mías hay combustible y sangre.
Me están creciendo agallas
las escamas que veías desde lejos
eran cicatrices cerrando
opacadas por tus heridas abiertas.

Compartiendo tu cama
se me hace más pequeña y ajena la mía.
Mira que me prende tu vela
mientras el fuego de Prometo
aúlla en todas partes…
—a él le prometí
mis cenizas—
…sé que no te bastará un relicario.

Mira que me une los pedazos tu abrazo
y entre las grietas que intentan encajar
encuentro lo que enterraste…
encuentro lo que temía.

Hasta en el olvido te besaré los párpados
por lo que pudo haber sido.

Imagen de Andropang.

El palacio.

Érase una vez,
en una burbuja hecha de papel,
vivía un hombrecito con un ego tan grande
como su precioso palacio de ocho pisos
y su par de carruajes
relucientes e intocables.

Este hombrecito calentaba su trasero
cada tarde con su estimado sofá de cuero.
Se sentaba a su lado una reina
venida a menos
cuyas lágrimas pesaban como millones de placas de acero.

Pero si el hombrecito miraba,
su cara empapada se secaba
y ella engullía el acero con un poco de agua;
lo tragaba sin masticar, sin pensar.

La antaño reina subía y bajaba
las escaleras de la enorme casa
cargando la roca
que se creó en su estómago
al tragar aquella mole amarga.
Poco a poco su corazón se debilitaba.

El hombrecito y la reina
trataban de encontrarse,
pero cada vez las escaleras se torcían
formando una espiral,
y ellos se perdían en un laberinto alumbrado
con antorchas viejas sobre paredes mohosas, emparedadas de pasado.

Cuando el hombrecito aún era un niño,
la reina dio a luz a una princesa rata.
Años después, como si fuese su sino,
esta construyó su propia cloaca acolchada.

Algo más tarde nació la segunda princesa,
hecha de caramelos de fresa.
La primera fue desterrada,
pero se quedaron con la princesa
de caramelos de fresa
porque, con su pincel,
creaba mundos mágicos
que cobraban vida.

Con el claqueteo de sus zapatos
reunía un ejército de gatos
que, ronroneando y arañando,
podían hacer desplomarse
la continuidad del tiempo
reajustándolo a sus pequeñas zarpas.

La princesa rata estaba consumida
por las tinieblas y la soledad
pero, aún así, cuando ponía una patita
en el palacio del hombrecito
añoraba su gris morada.

La princesa rata
era la cloaca personal del hombrecito,
el cual no comprendía que se le había impregnado la apatía del subsuelo
y que lo que repudiaba era el sufrimiento,
no las débiles vértebras de aquel roedor.

La reina
estaba dispuesta a la muerte
para proteger su reino en ruinas
pero la sombra que se cernía
sobre su cabeza era un blindaje
de puertas adentro insalvable.

Así la reina y el hombrecito
vivían en el palacio de éste y,
kilométricamente distanciados,
enterrados en su búnker florido,
en el epicentro de los bombardeos;
se saludaban desconociéndose.

Desconozco a quién pertenece la ilustración, pero gracias al autor/a. Para mí ese abrazo es entre mis princesas.

La valla.

Voy por una pradera con el césped más verde y húmedo que he pisado nunca, camino despacio, mirándome a los pies, porque hace un rato mis hermanos me han regañado (sabrán ellos a cuento de qué), pues yo cada vez que les da por pensar que son mucho mayores que yo, o que tienen algún tipo de potestad sobre mí, me quedo atrás sin que se den cuenta, y me observo los pies.
Tengo sed, no tengo otra opción que olvidar mi pataleta e ir a pedirles agua. Cuando alzo la vista todo está en blanco y negro, incluídos mis hermanos y el cielo; en realidad todo, excepto el césped. Durante un segundo este detalle me asombra, creo que me paro en seco, pero ahora se me hace algo natural, como si nunca hubiera sido de otra forma.
Les llamo pero no parecen escucharme, se dirigen a aquella casa de fachada blanca, algo deteriorada por el paso de las estaciones, custodiada por una valla elaborada con alambre. Les sigo porque no conozco el camino de vuelta, y no voy a quedarme esperándoles como un pasmarote. Además, tienen mis zapatos, y ya me siento las plantas como uvas pasas, tan mojado está el maldito césped.
Al acercarnos más, dos mujeres embutidas en vestidos negros largos hasta el suelo, y sombreros de pamela cuya ala pretendía tapar a sus propietarias, pero que no podía retener bajo ella las arrugas que se escurrían de sus caras, pasean y charlan animosamente.
Mis hermanos ya las han adelantado, y no siento miedo cuando las oigo decir «si no pueden pasar la valla, significa que están muertos». Yo me noto bastante viva.
Avanzo haciendo volteretas y acrobacias para probarlo, ellos ya la han atravesado.
Mientras tengo los pies en el aire, todo mi entorno se difumina y desaparece, floto en la negrura y el silencio más absolutos por una fracción de segundo, y reaparezco estando ya al otro lado de la valla.
Me caigo e intento cruzarla de nuevo hacia afuera pero ocurre lo mismo, aparezco al otro lado. Corro desesperada y recorro los vacíos por si hubiera algo que me diera una pista, no puedo estar muerta. No puedo estar muerta…¿verdad? Estoy cansada y dolorida y angustiada y siento rabia y tristeza…¿cómo voy a estar muerta?
Mis lágrimas también tienen color.

?

Estoy en blanco
no hay pensamientos provechosos
ni mensajes poderosos
ni amores excelsos
que me perturben el sueño
ni silencios de aquellos en los que encuentro respuestas
ni ilusión ni interés
depresión, estrés
indecisión, desconocimiento,
remordimientos.

Me siento en cautiverio
me persigo y me muerdo mi propia cola,
hago alguna acrobacia
cuando me apetece un premio
no siempre me salen bien,
soy torpe e inconsistente.

Busco la no reiteración
de lo que ya está repetido hasta la saciedad
y es todo lo mismo
no hay versos secretos bajo la manga
no es el fin del mundo, muchos sueños se quedan en intentos.

Quizás me inhibo
porque el miedo es más grande que yo,
o porque sé que no hay nada más que vacío
en el epicentro del que bebe la energía
y el espectro de todo lo que no fui ni seré
me vigila desde el armario
cuando duermo.

Solo escribo a modo de subterfugio,
la huída desde lo incierto
hacia el bálsamo consuelo de la expresión
la desnudez
la vulnerabilidad,
la conversación con el yo desenmascarado.

Y resulta que ahora escapo del miedo
y mi consuelo me provoca pavor
me confundo con mi álter ego
evito volcar mi contenido al blanco,
me retengo dentro donde se está caliente
si salgo, temo quedarme ciega.

El diablo

El diablo tiene nicotina
en la saliva,
thc le envuelven en membranas
la piel, que desprende escamas.

Las huellas dactilares de tóxico repletas,
el filo de su cola corta las venas
y el ladino las obstruye con alcohol
y ungüentos paliativos.

Al diablo le salen llamaradas
cuando escupe apelativos,
confunde palabras afectivas
con hachazos.

Promete y miente descaradamente,
desencarna la sensibilidad humana,
desencadena plagas
en corazones ahítos
hasta dejarlos baldíos, míseros, podridos.

Dos cuernos eternos en espiral dan la guinda a la fachada de su cráneo;
mas es el pecho deshabitado
que comanda órdenes a sus ojos:
«vestid cándidos»,
así engaña al enamorado.

Llénate de mí.

Te doy mi piel,
puedes hacerte un abrigo con ella.
No permito que pases frío
en las noches en vilo,
en las noches azabache,
noches con similitudes a lo profundo de tu garganta.

Pégala bien a la tuya,
procura que no se desprenda
que no tengo más que una
y no la mudo, si no, habrás trazado mi silueta
con cuchillas
en tu propio detrimento.

Si consigues
coserla
sin que escape tu piel a una sola fibra
de la mía:
te doy mis músculos,
acarícialos
con ternura hinca los caninos;
me entrego a tus fauces.

Ata mi anatomía
con cadenas macizas,
traspásala, cierra el puño, aprieta,
¡arráncame el corazón!
¡el corazón arráncame!
y exprime y bebe.
Bebe hasta saciarte.

Si consigues saborear
hasta la última gota,
te doy mis intestinos, úsalos
a modo de collar.
O lánzaselos al perro, los muertos
no tienen muchas exigencias.

Sin embargo si te los cuelgas del cuello,
si te miras al espejo
y te embelesan tu boca roja
y tu aterciopelado amuleto:
te sirvo en bandeja de plata mis huesos.

Llénate de mí,
siénteme en tus tripas.
Si no me vomitas:
te doy mi palabra.

The winter.


Vibro en la cuerda del contrabajo,
paseo mis dedos por los dientes del piano,
la voz de la soprano que extiende los brazos en alto
me inunda la garganta.

Esa letanía que entona
me arrincona
y me clava dagas en los costados:
el arco me rasga la piel de abeto y ébano.

Afuera empieza
por fin a emanciparse la escarcha,
después de una larga espera
la ciudad despierta.

En el teatro procede a dispersarse
la gente entre sonrisas y elogios,
caminan como el que sabe que acaba de salir de un trance,
como el que vuelve de una batalla cubierto de sangre,
sonríe, y desfallece.

Tras las paredes del coliseo,
ahora vacío,
el viento mece la primera flor de cerezo.

Las uvas de la desesperanza.

Cuadro: Miguel de Pret.


Bajo aquel sol
sentía que la piel le ardía
igual que si le hubiesen bañado durante días
el cuerpo entero en formol.
Cardos y ramitas secas se clavaban en sus tobillos desnudos;
surcos de arena negruzca y polvo
cubrían su rostro
configurando un adorno grotesco
en yuxtaposición con lo bello.
El suelo no era más favorable
que la temperatura,
pues la tierra se hundía a su paso
como un augurio macabro
o una broma pesada.
Es verdad que es posible que fuera
porque la víspera hubiera llovido
y el barrizal
sólo fuera barrizal,
y puede ser también que el sol
no mostrara tanta inclemencia
como para someter su alma.

Con estos,
entre otros pensamientos,
le entretenía su mente
mientras él se agachaba
y cortaba racimos,
se agachaba
y cortaba racimos.
Y así transcurrían las horas:
entre prisas
y agacharse,
cuando delante tenía
un despliegue de árboles
enmarcando un lago
del que bebían majestuosos pájaros.

No te abandono aún, Diana.

Otras veces yo provocaba mi propia nostalgia, como quien se mete la mano en la boca para provocar la arcada.— Rafael Lechowski, El arte de desamar.

Se han sucedido ya demasiadas lunas
a las que alcé la vista
en inmensa soledad
—ambas dos—
dialogando con bocas cerradas
como cicatrices,
como un borracho que deambula al alba
esperando que algo suceda
sin que pase nunca nada.
Mil y una lunas
han oscilado su reflejo
sobre mi cuerpo yerto,
mil y una lunas han alterado las mareas
del aplastante porcentaje de mis adentros
para que luego viniera Bóreas
a remover las dunas
de mi virtud de cuna.
Escapé al chantaje
de un recuerdo añejo
invocado cada noche sin falta
por la luna en su cénit.
Pero en tantas ocasiones me provoqué la arcada
del mismo sentimiento
que la náusea se ha acostumbrado
a las campanadas del astro
como condicionamiento clásico
de la nostalgia.

¿Me observará ella con la misma devoción y embelesamiento?
¿Velará por mí
de alguna manera?
Me arropa tu manto,
Diana,
me sirves de escarmiento.
No te abandono aún,
Diana,
a pesar y por la exaltación a que sometes a mi alma;
no te abandono aún.

Imagen: Edward Eggleston